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En el Umbral de la Muerte |
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por Juan Carlos Faría http://www.peniel.org.ar/autoridades.htm con prólogo de Ángel Tarnowski |
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PRÓLOGO Un lector de EL TALENTO me escribió, diciendo: En su artículo respecto del Bautismo en Agua, Ud. menciona que:
Transcribo aquí mi respuesta, pero agregando a continuación el testimonio del Pastor Juan Carlos Faría, acerca de lo ocurrido con su hermano, por considerarlo muy pertinente. Repito dos párrafos mencionados en el artículo del Bautismo para tener a la vista lo que dicen: ------ Necesario para poder ser salvos. Es un requisito. Solamente creer no es suficiente. Mr 16:15-16 Y les dijo: "Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado.” ------ Para nacer de nuevo es necesario “nacer” del agua y “nacer” del Espíritu. Cuando Jesús enseña acerca del nuevo nacimiento, también menciona la necesidad de nacer del agua. Sin eso no se puede entrar en el reino de Dios. Jn 3:5-6 Jesús respondió: "En verdad te digo que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. ------ Esto es lo que puedo agregar:
------ El lector que me escribió, luego de recibir mi respuesta, hizo un comentario más: ¡Qué interesante que siempre estemos buscando las excepciones, rechazando la Palabra de Dios y a lo que ésta llama! ------ EN EL UMBRAL DE LA MUERTE ¿Y qué de nuestros familiares? ¿Se hizo usted esta pregunta? Descubra el poder de la promesa de Dios: “será salvo tú y tu casa” Como todo aquel que ha sido encendido por el fuego de Dios, hablaba a todo el mundo de lo que el Señor era para mí. Y cada vez que tenía un destello de oportunidad, mis familiares soportaban pacientemente mis embates del evangelio, a tiempo y fuera de tiempo. Los años pasaron. Experiencia tras experiencia, encuentro tras encuentro con el rostro del Señor, fue haciendo la obra de gracia y misericordia en nuestras vidas. Sin embargo, siempre había en nosotros esta pregunta: ¿y qué de nuestros familiares? No cesamos de orar por ellos, pero no veíamos el fruto que quizá nuestros ojos deseaban ver. Corría el año 1997, cuando uno de mis hermanos comenzó a padecer una enfermedad triste y dolorosa en sus huesos. Pasaron los días, las semanas y los meses, y ningún tratamiento, quimioterapia incluida, era eficaz para detener el proceso de muerte. Cada vez que tenía oportunidad de hablar con él, trataba de acercarlo a Dios, pero todo esfuerzo se transformaba en una empresa imposible. Aunque no había un rechazo absoluto, rápidamente el tema de conversación se diluía: todo quedaba en la nada y sin respuesta. Con el empeoramiento de su dolencia, llegó el tiempo de la internación en un nosocomio. Su esposa fielmente le dispensaba todo el amor y cuidado necesario, como así también toda la familia. Entre tanto, yo recibí una invitación a un evento religioso en la ciudad de Mar del Plata, a 400 kilómetros de mi hogar; el cual me ocuparía todo ese fin de semana. Más allá del estado delicado de salud de mi hermano, nada presagiaba un desenlace inmediato, por lo tanto, decidí viajar.
LO IMPREVISTO Fue en la mañana de aquel 8 de octubre de 1999, con las valijas a medio hacer, que sonó el teléfono. Mi esposa contestó, pero la transformación de su rostro me dio a entender que algo trágico había sucedido. No fue la noticia esperada, sino una aún peor. Nuestra querida cuñada tuvo un accidente fatal con su automóvil. Yo no podía salir de mi asombro. Apoyándome en las fuerzas de Dios, me dirigí a la casa de mis familiares para ponerme a su servicio. Para mis sobrinos, esta situación superó toda imaginación, ya que ellos esperaban el desenlace mortal de su padre, pero no el de su madre. Esta situación imprevista golpeó duramente sus corazones. Sentí que era mi responsabilidad permanecer junto a mi hermano y acompañarlo en el hospital. La verdad de tan terrible situación, y por su gravedad, no le fue revelada por mis sobrinos. Respetuoso de esta decisión, pasé horas charlando con él. Una vez más intenté compartir con mi hermano la belleza del Señor, pero nuevamente todo esfuerzo de mi parte fue inútil. Luego, asistí al funeral, donde encontré nada más que sufrimiento y lágrimas; desconsuelo. Un velatorio como tantos, donde la esperanza de vida está ausente. Sin embargo, en mi corazón hubo paz. Una porción especial de gracia había invadido mi ser desde el momento que comenzaron a suceder estos hechos desagradables, la cual abundó para la gloria de Cristo. Su voz vino suavemente a mi corazón: “Hijo, yo no pedí palabras en estos momentos. Solamente ofrece tus brazos, tu pecho, llora con los que lloran y deja, sin palabras . . . fluir mi amor en ti.” Hubo consuelo también: mi cuñada demostró por sus hechos, que algo había sucedido en su vida. Constantemente pedía a mi esposa y a mí, antes de partir, que no dejáramos de orar a Él, por lo que estaba aconteciendo en su hogar. Años atrás, por otras circunstancias, había atesorado estas palabras que habían quedado selladas en mi corazón: “No juzgues nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto en las tinieblas, y manifestara las intenciones de todos los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5). Siempre recuerdo una historia que contaba Santa Teresa de Ávila. Un día mientras regresaba al convento, encontró no poca cantidad de personas reunidas sobre un puente, bajo el cual pasaba un torrentoso río. Estas personas al ver a Santa Teresa, le rogaron pidiéndole que orara por la persona que instantes antes se había arrojado y quitado la vida. Pese a escuchar este pedido, no se detuvo y siguió su camino. En su pensamiento se dijo: “Qué locura esta de orar por alguien que actuó en contra de su propia vida. ¡No lo haré!”. Después de andar unos pasos, escuchó la voz del Señor que le dijo: “Teresa, quiero que sepas algo… hubo un largo recorrido entre la cima del puente y las aguas, más tiempo del que tú te imaginas!”
HALLADO POR QUIENES NO LO BUSCABAN Al día siguiente del funeral, reemplacé a mi sobrino en el hospital. La salud de mi hermano empeoró; la ansiedad y los dolores trajeron sobre él grande excitación. Comencé a rogar a Dios que le diera su paz. Me acerqué a menos de un palmo de sus oídos y oré así: ¡Señor Jesús, envía tu paz,Tú eres la paz! Ante mi asombro él comenzó a repetir: “¡Jesús, dame tu paz!” Sorpresivamente su estado cambió. Mientras esto acontecía el Señor me dijo que cantara. -¿Señor, qué quieres que cante? - pregunté. - Quiero que cantes gloria, gloria, aleluya a tu Salvador”- llegó la clara respuesta sin demora. Inmerso en el silencio de aquel ambiente, comencé a cantar. A esa altura de lo hechos, me di cuenta de que obedecer a Dios supera todo otro sacrificio. Cuando terminé de cantar una hermosa atmósfera de su Presencia invadió todo el lugar. Mi hermano entró en reposo. Aparte de mi hermano en esa habitación había tres pacientes más con penosas enfermedades. Luego, Dios nuevamente me sorprendió con estas palabras: “Quiero hablarte; escucha, yo preguntaré. ¿Cuán grande piensas tú que es mi Salvación? Yo fui hallado de los que no me buscaban; Y, me manifesté a los que no preguntaban por mí. ¿Puedes entender cuán grande es esto? ¡Que alguien me encuentre sin que me busque!. Quiero que sepas algo, mi amor es muy grande. Tendré misericordia de quien yo tenga misericordia, y me compadeceré quien yo me compadezca. Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Mí que tengo misericordia. No es por obras, es sólo por pura gracia.” Mi corazón saltaba dentro de mí. Con la Biblia abierta el Señor me hablaba a través de su palabra, y reverberaba vez tras vez aquel versículo: “No depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”. iSu salvación es grande, muy grande! - me decía a mí mismo, mientras lagrimas corrían por mi rostro. TESTIGO DEL MILAGRO Estaba yo meditando en todo esto, cuando mi hermano se sentó en la cama y comenzó a decir: ¡Juan Carlos, dame luz . . . quiero luz! ¡Dame esa luz que tienes! Los otros enfermos y sus acompañantes comenzaron a mirar todo lo que estaba ocurriendo, mientras mi hermano seguía con su insistente suplica: “Dame la luz, esa luz que tú tienes!” Todavía no salía de mi asombro, cuando escuché suavemente la voz del Señor que decía: “Yo soy la luz de este mundo, háblale de Mí, y ora con él.” Oré y luego de unos pocos instantes se incorporó y dijo con los ojos cerrados: “¡Me dio luz, me dio luz!” Yo sabía que si bien él estaba allí con nosotros, sus sentidos espirituales estaban conectados con otro mundo que lo rodeaba, y sus ojos interiores estaban abiertos a ese otro mundo. Todo lo que estaba sucediendo era tan real, como también increíble. Este mi hermano no era aquel con quien varias veces quise tener pláticas sobre las cosas de Dios, y que con tanta habilidad y cortesía eludía. No era tampoco la persona que los otros enfermos y presentes le oyeron decir tan sólo días atrás: iDios no existe! El Espíritu de Dios me estaba haciendo testigo y participe de su amor y misericordia, como así también de sus promesas de salvación eterna que son sí y amén. Mi hermano volvió a sentarse en la cama. . . gemía, diciendo: ¡Señor, cuánto sufrimiento hubo, cuánto sufrimiento! Beto estaba teniendo una poderosa revelación de la Cruz. La grandeza de Dios era puesta de manifiesto en el umbral de la muerte. Una vez más la Cruz se levantaba victoriosa más allá de lo que yo podía imaginar. No olvidaré jamás la mirada de la persona acompañante del enfermo que estaba paralelo a la cama de Beto, cuando él levantó sus brazos y, manteniendo los ojos cerrados, pedía: “¡Cámbienme por favor las ropas, sáquenme estas ropas y pónganme esas otras ropas!” Esto lo repitió reiteradas veces, hasta que tranquilo ya como si el deseo se hubiera cumplido, sonriendo comenzó a decir: “¡Así se sirve; así se sirve!” Entonces, volvió a su posición de descanso en la cama; ya nunca volvería a hacer mención de ese mundo espiritual. Un par de horas más tarde, mi hermano Beto partía con el Señor Jesús, en presencia de sus amados hijos Sergio y Ezequiel. A través de los años, en el trato de Dios para con mis familiares, hallé el cumplimiento de esta fiel promesa en las palabras de Pablo al carcelero: Mi reflexión Final ante esta experiencia es: · El Hace cómo quiere y en el tiempo que quiere. · La salvación es otorgada tan solo por misericordia. · Su amor es mucho más grande de lo que yo, a través de toda la vida, pueda imaginar. · Lo que El limpia, limpio es. · La justicia de todo hombre es Cristo. Firmemente creo que estas son sólo las primeras páginas de una historia inconclusa, que agregan una ofrenda degratitud y gloria hacia el Salvador de todo hombre: Dios le bendiga. Juan Carlos Faría http://www.peniel.org.ar/autoridades.htm |
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